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El estudio del derecho administrativo despierta en el jurista actual un justificado interés en la medida en que permite observar cómo se van construyendo sus normas y principios en un proceso de formación constante que desplaza, con cierta celeridad, fórmulas que antaño se creían inmutables.
Su objeto es, básicamente el encuadre jurídico de la organización y funciones de la Administración Pública (subjetivamente considerada) y el de la actividad administrativa (en sentido material) de los órganos pertenecientes al Poder Judicial y al Parlamento, no siendo improbable que, en una próxima evolución, comprenda también el estudio de la actividad de las personas públicas no estatales, cuyos actos, si bien no son actos administrativos, pueden hallarse regidos, en gran medida, por regulaciones propias del derecho administrativo.
El contenido de su temática obedece a un criterio real e histórico que procura no confundir la rama jurídica con las distintas instituciones que la nutren; que no define al derecho administrativo por la exclusividad de una función o de los actos de la Administración Pública (en sentido subjetivo) sino por su objeto real y por su fin.
Es que el derecho administrativo debe ser concebido como una categoría histórica, compuesta de unidades y diversidades, donde al par de las regulaciones propias de cada institución se alternan por tratarse de un derecho "in fieri" por un lado, la técnica de la analogía adoptando normas y principios de otras ramas del Derecho y, por el otro, la llamada aplicación supletoria de soluciones normativas provenientes de distintos ordenamientos o instituciones del derecho público.
El derecho administrativo, que se configura entonces como una categoría histórica susceptible de albergar ideas que complementan la concepción material u objetiva sobre la función administrativa (que es su fuente nutricia predominante), no puede desconocer la jerarquía de los fines respecto de los medios empleados.
Por esa causa la idea de poder público que tanto atrajo a la doctrina francesa que no siguió las aguas de la escuela del servicio público no debe contraponerse a los fines de bien común ni a la realización de lo justo que proclaman las diferentes especies de justicia, concebidas como objeto del Derecho. Es que el derecho administrativo sin regulación positiva en la mayor parte de sus instituciones— se configura, principalmente, como un derecho de equidad.
Esta idea que Hauriou desenvolviera tan brillantemente en las distintas ediciones de su Précis de Droit Administratif no ha sido mayormente aplicada en nuestro país por los órganos encargados de resolver las controversias suscitadas entre la Administración Pública y los particulares, apegados muchas veces a criterios formalistas que sobre la base de técnicas elusivas y construcciones dogmáticas establecidas "a priori", niegan el acceso a la jurisdicción a los portadores de intereses legítimos.
El poder público es trascendente en la medida en que contribuye a mantener el orden y los valores fundamentales de una comunidad pero debe hallarse institucionalizado, es decir, ometido permanentemente a los límites y orientaciones que le fijan los fines de bien común que la Administración Pública debe satisfacer, como órgano del Estado, a quien se le han adjudicado como propias las competencias necesarias para la realización de actos jurídicos y operaciones materiales.
Esa institucionalización objetiva de los fines de interés público que la Administración Pública asume como propios, unida a la circunstancia de que se trata de un grupo humano que realiza una tarea perdurable y permanente, mediante el ejercicio de un poder organizado al servicio de esos fines, permite sustentar la idea de que ella es una institución diferenciada del Gobierno, cuya principal virtud ha de ser la neutralidad o equidistancia con respecto a los intereses políticos de partido o sector, en tanto éstos se ajusten a los postulados del Estado de Derecho y no pretendan imponer formas jurídicas, económicas o sociales reñidas con el estilo de vida y creencias que profesa la comunidad.
El sistema del derecho administrativo debe articularse dentro de un equilibrio permanente entré prerrogativas y garantías, entre autoridad, por un lado, y libertad y propiedad por el otro.
Ese equilibrio no implica desconocer que en el proceso administrativo actual se advierta una tendencia al crecimiento de la arbitrariedad en detrimento de los derechos individuales, en formas más o menos encubiertas pero cuyas diversas formas traducen todas ellas un resabio de autoritarismo y de exceso de poder. Es evidente, también, que ha agravado ese cuadro el hecho del intervencionismo del Estado en campos reservados antaño a la iniciativa individual.
El poner freno a estas tendencias nocivas para la salud del cuerpo social es una tarea en la que está empeñada la doctrina administrativista en casi todos los países que integran la civilización occidental.
Conectado a los fines de bien común que el Estado debe satisfacer a través de la actuación de la Administración Pública se encuentra el principio de subsidiariedad, que justifica la intervención del poder público en el orden económico y social sólo en la medida en que los miembros de la comunidad incluyendo las denominadas entidades intermedias carezcan de la posibilidad de actuar y desenvolverse para el cumplimiento de los fines trascendentes de la persona humana.
A este principio que proviene del derecho natural y que está presente en el pensamiento de las Encíclicas papales, no se le había dado el lugar predominante que debe tener en orden a la justificación de la injerencia del Estado en campos antaño reservados a la iniciativa particular. Su desconocimiento ha contribuido a que la reacción contra las tendencias liberales del siglo pasado haya desembocado en el predominio de una suerte de socialismo de Estado, donde se frustran las
iniciativas individuales y el hombre se convierte en una pieza del engranaje estatal, del cual espera todo. Pero como el Estado no puede satisfacer las exigencias de todos los componentes de la comunidad, el sistema estatista, aun en el modelo occidental, genera una lucha entre los
distintos sectores por el reparto de los bienes y servicios, lo que conduce, a su vez, a una mayor intervención.
Para romper ese círculo vicioso que inevitablemente conducirá al Estado colectivista, a la Administración Pública no le queda otro camino que el empleo de las técnicas de fomento (a fin de generar y estimular la realización de actividades privadas en interés de la comunidad) y la utilización de todas las formas posibles de colaboración por parte de los particulares en la prestación de los servicios públicos, todo ello combinado con el ejercicio razonable y prudente del poder de policía.
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